Monseñor Chomalí y el Obispo González han denunciado una grave ofensa a los creyentes y a la Iglesia en la canción Infernodaga que participará en el Festival de Viña.
La canción describe las angustias de un muchacho que revela a su madre su homosexualidad. Describe, sin detalles, la experiencia y la forma en que "se abre una puerta que da luz a mi oscuridad", cuando se acepta a sí mismo. El video que acompaña a la canción está lleno de imágenes alusivas a la iglesia -un cura severo, un confesionario sombrío, el muchacho arrodillado frente al primero- y entre ellas destaca sobre todo la imagen del muchacho homosexual tocado con una corona de espinas que, rodeado de sus amigos, describe el sufrimiento y la discriminación de que es víctima.
No hay nada ni en la canción, ni en el video que pueda ser considerado rigurosamente hablando una blasfemia, una ofensa injuriosa, afrentosa, contumeliosa y gratuita a la iglesia o a la fe. Lo que hay, es más bien, el relato de una experiencia que el espectador que mira el video o el espectador que escucha la canción, advierte opresiva y discriminadora: la sensación del cantante, y con él otros miles, de estar al margen de la naturaleza, de ser un error que merece ser ocultado, o castigado, y que en cualquier caso ha de mantenerse en la sombra, como algo vergonzante e indigno hasta que se libera y abraza lo que se le ha enseñado es un infierno ¿No es acaso esa la experiencia que la iglesia, empeñada en disciplinar la sexualidad ajena, ha alimentado por siglos, enseñando a los homosexuales, u obligándolos, a vivir su condición como un error?
Se equivoca, entonces, Monseñor Chomalí cuando reacciona de esa forma frente a una canción que en vez de ofender a la iglesia o a la fe, simplemente recuerda y enseña -la calidad artística con que lo hace, ya se verá- cuál ha sido la experiencia de millones de personas estigmatizadas durante siglos por su orientación sexual. Y a esa experiencia de marginación y de condena que los homosexuales han vivido, muchos miembros de la iglesia -no todos, para ser justos, pero si la mayoría, incluido el magisterio- han contribuido confundiendo la antropología cristiana con un mandato de corrección y disciplina, y a la tarea sacerdotal como un quehacer de vigilancia y de castigo. Todo ello ha causado mucho sufrimiento a miles y miles de seres humanos, el mismo sufrimiento que en el video que acompaña a la canción se escenifica con el muchacho tocado con una corona de espinas.
Por supuesto Monseñor Chomalí, y la Iglesia mediante él, tiene todo el derecho de criticar el discurso que pueda resultar ofensivo a la fe o que desconozca lo que la Iglesia enseña es sagrado; pero es una exageración que no le hace bien a la Iglesia reaccionar con molestia o con una condena, o lo que es peor con la pretensión que se le acalle, frente a una canción que, bien o mal ya se verá, intenta describir la experiencia de miles y miles que han padecido el resultado de una mala comprensión de la antropología cristiana y el papel misionero de la Iglesia. La Iglesia tiene el derecho a describir la condición humana en la forma que indican la tradición y la fe, e incluso defender esa descripción como apoyada por la razón y así enseñarla e intentar persuadir con ella; pero de ahí no se sigue, como la Iglesia lo ha mal entendido tantas veces, un mandato para imponer orden y disciplina a la forma en que las personas viven su sexualidad, ni se deriva una condena.
Monseñor Chomalí quien se ha empeñado -para bien- en recuperar el papel de la Iglesia en la esfera pública, yerra si piensa que eso se puede lograr quejándose por una canción y sin acercarse reflexivamente a la propia praxis eclesial que, cuando se trata de comprender y aceptar a los homosexuales, desgraciadamente tiene poco de que enorgullecerse.