El problema central del debate público de esta semana lo constituye el tema del acuerdo sobre pensiones en el senado.
¿Valdrá la pena aplaudirlo (piensa la izquierda o parte de ella) a pesar de que deja incólume las bases del actual sistema? ¿No será un error haberlo aprobado (piensa la derecha o parte de ella) si con él se entrega parte del esfuerzo personal al estado? ¿Será el comienzo del fin (piensa parte de la derecha)? ¿Será el principio del futuro (confía parte de la izquierda)?
Los aportes seguirían siendo en el largo plazo de quien ejecutó el esfuerzo (y ahí ganó la derecha); pero al generarse un préstamo se introduce algo de solidaridad (y eso satisfizo a la izquierda). Pero ambas tienen también motivos para la frustración. Seguirán las AFPs (se queja la izquierda), se siembra la semilla del reparto (se queja la derecha).
En suma, a pesar de las apariencias nadie está del todo contento, ninguno plenamente satisfecho.
Es la insatisfacción relativa que provee la democracia.
Lo que se alcanzó es lo que algún autor (J. Rawls) llama un consenso traslapado, un acuerdo al que cada parte pudo concurrir por razones finales o de fondo distintas. En él nadie queda del todo satisfecho; pero pretender una satisfacción total para una sola de las partes no es algo que provea la democracia. La democracia provee bienes parciales y triunfos (también derrotas) inevitablemente transitorios.
Y el principal de todos esos bienes son los acuerdos que, al revés de lo que se cree, tienen un valor en sí mismos.
Por supuesto, si Pedro y Juan acuerdan matar a Diego, nadie diría que es mejor que alcancen un acuerdo a que no lo hagan. Y es que, efectivamente, la mayor parte de las veces los acuerdos tienen un valor puramente instrumental: su valor proviene del fin que a través suyo se procura alcanzar.
Pero en una democracia los acuerdos tienen un valor intrínseco: valen en sí mismos, en ellos se realiza algo que vale la pena.
Al alcanzar un acuerdo, y especialmente en el diálogo que conduce a él, los partícipes se reconocen recíprocamente igual capacidad de discernimiento, renuncian a la coacción, aceptan que imponer verdades o significados es incompatible con la igualdad, y se disponen a escuchar los argumentos del otro y dentro de ciertos límites se dejan persuadir. En suma, los acuerdos en sí mismos reúnen los valores y las virtudes que son propias de la vida democrática.
Es evidente que el contenido de un acuerdo puede ser erróneo (al igual que la mera suma o agregación de las preferencias) pero incluso en ese caso tiene un valor intrínseco porque en él se realizan esos bienes que son propios de la democracia.
Y es que en la vida democrática no basta decidir bien, es necesario que el proceso de decidir lo sea de una cierta forma y esta incluye la deliberación entendida como la búsqueda de un acuerdo racional. Si así no fuera, si lo único importante fuera decidir bien (con prescindencia del proceso que conduce a la decisión) entonces un dictador benevolente y sabio (si es que algo así existiera) sería la suprema forma de gobierno.
Pero nadie aceptaría eso.
No se trata solo de alcanzar buenos resultados, se trata de alcanzarlos en la forma correcta. Por eso puestos a escoger entre tener buenos resultados de la mano de una dictadura incluso benévola, o resultados imperfectos, o incluso malos, de la mano de la democracia no cabe duda de que esto último es lo preferible.
Esto es igual que en la vida personal. Nadie enseñaría a sus hijos que el éxito importa en sí mismo. Le enseñaría más bien que el éxito es valioso solo en la medida que se alcance de la forma correcta, homenajeando, al perseguirlo, los valores en que se cree. De esa manera incluso si no se alcanza el éxito habrá valido la pena.
Eso mismo vale, mutatis mutandis, para la democracia ¿Ingenuidad? ¿Falta de valentía para impulsar las propias ideas? ¿simple racionalización de la cobardía que impide defender las propias ideas hasta el final? ¿Retroceso en la batalla cultural? Al revés: defensa estricta de la democracia no como manera de alcanzar la verdad, sino como forma de conducción de la vida colectiva.
Por eso no es exagerado afirmar que la salud de la democracia se mide no por la satisfacción de sus fuerzas políticas, sino por la insatisfacción que experimentan luego de alcanzar un acuerdo.