Dentro de una semana más, se cumplirán 17 años desde que la Ley Lafkenche, signada con el número 20.249, fue promulgada por el Parlamento. Tenía entonces entre sus objetivos el reconocimiento del uso ancestral de los recursos naturales por parte de los pueblos originarios, resguardar las tradiciones de las comunidades costeras y brindar a los pueblos indígenas una herramienta legal para solicitar el reconocimiento de sus espacios costeros. Pero, tal declaración de voluntad fue mutando con el pasar del tiempo a una realidad muy diferente. Hoy, la Ley Lafkenche se ha convertido en un elemento de franca tensión en el sur austral del país, provocando roces cada vez más inquietantes entre comunidades de pueblos originarios y rubros productivos esenciales para la economía de esta parte del territorio, como la pesca artesanal y la acuicultura, vitales en la generación de puestos de empleo.

La última voz de alerta, de entre tantas que han surgido para advertir de los problemas de aplicación de los Espacios Costeros Marinos de los Pueblos Originarios (Ecmpo) vino desde la Sociedad Nacional de Pesca (Sonapesca). Su nuevo presidente, Felipe Sandoval, con pasado además en el sector salmonero, sostuvo que la normativa exhibe evidentes problemas de operatividad y de tiempos, paralizando la actividad económica. "¿Qué va a pasar cuando un puerto tenga que renovar su concesión y producto de esta ley no la puedan renovar?", advirtió, expandiendo los efectos de esta ley a materias de infraestructura portuaria.

Para Los Lagos, la Ley Lafkenche es particularmente relevante, por cuanto acá se concentra aproximadamente el 70% de los espacios costeros solicitados por pueblos originarios. Y cada vez que se pide uno de ellos y se inicia el trámite de rigor, se supone que toda actividad productiva en la zona en cuestión queda paralizada. En una región como esta, en que el mar es asunto de primerísimo orden para tantas familias, esta ley puede definir la línea entre la prosperidad y la pobreza.

En el Congreso se encuentra un proyecto de ley para modificar la norma, a fin de evitar el pernicioso efecto sobre áreas sensibles para la economía regional y la respectiva generación de empleos. Es cierto que el Poder Legislativo tiene muchas urgencias que atender, pero el cambio de escenario que necesita la Ley Lafkenche, es algo prioritario para el sur austral.

Enfrentar el cambio climático y la pérdida de biodiversidad requiere más que esfuerzos individuales: exige una transformación sistémica en nuestra relación con el planeta. Desde 1977, la educación ambiental ha sido reconocida como clave en este desafío, cuando representantes de 68 países y la ONU instaron a promoverla para abordar problemas globales (UNESCO, 1978). Sin embargo, la crisis ambiental persiste, poniendo en duda su efectividad.

Saylan y Blumstein, en La falla de la educación ambiental (2011), señalan dos limitaciones clave. Primero, no se puede esperar que la educación ambiental resuelva por sí sola problemas sistémicos donde influyen políticas económicas, leyes, tradiciones y cosmovisiones.

Es solo una herramienta dentro de un enfoque más amplio. Segundo, el modelo tradicional asume que más conocimiento genera cambios en actitudes y conductas.

Sin embargo, investigaciones, como las de Hungerford y Volk (1990) o Joe Heimlich (2010), demuestran que este enfoque es insuficiente. Saber sobre reciclaje o economía circular no siempre lleva a acciones concretas. Por ello, es fundamental tomar acción de forma intencionada para movilizar cambios de conducta, integrando factores emocionales, sociales y culturales que realmente los impulsen.

Richard Louv, en El último niño salvaje, resalta que el vínculo con la naturaleza es esencial para formar ciudadanos comprometidos.

Este vínculo se construye con experiencias cotidianas, como observar aves o integrar la naturaleza en la educación escolar; momentos compartidos, como caminatas familiares en parques; y vivencias de inmersión, como acampar. Estas experiencias conectan emocionalmente a las personas con el entorno, fomentando respeto y responsabilidad hacia él.

Por ello, los programas de educación ambiental deben ir más allá de informar: deben ser experienciales, desarrollando capacidades cognitivas, sociales y emocionales.

Metodologías basadas en la conexión con la naturaleza, la identidad territorial y el capital social, como señala Krasny (2020), son clave para impulsar comportamientos sostenibles. La educación ambiental es poderosa, pero debe evolucionar. Solo integrando ciencia, emociones y comunidad podremos asegurar un futuro sostenible y coexistir en armonía con la naturaleza.