Yde nuevo, como hace ya milenios, nuestra cultura judeo-cristiana colma de luces las casas, ciudades, árboles y puentes, arma réplicas de aquel pesebre que hace ya tantas centurias cobijara a una mujer encinta y a su esposo en Belén, región de Judea. Hay madres que permitirán a sus hijos pequeños embadurnarse con el glasé y diseñar imágenes sobre las galletas de miel, limón o jengibre. Tal vez en alguna parte de la ciudad una familia se reúne con el hijo mayor, venido desde el extranjero. Un conjunto coral vestirá de ritmos una esquina de la plaza y sólo por esta época, las calles lucirán distintas, los comercios más alegres y las personas un poco más animosas. Un niño verá por primera vez al Viejito Pascuero en un comercio y muchos años más tarde seguirá contando a sus hijos de esta mágica experiencia; de la misma forma que una mujer mayor cuenta emocionada a su nietecita cuándo vio al viejecito éste, bajando la cuesta de la iglesia de su aldea, con una carretilla llena de regalos.
Pero hay ciudades, aldeas, países arrasados por la guerra. Edificaciones venidas abajo y en cuyo vientre se improvisa la tumba de miles. Por cientos se pueden contar los niños huérfanos de Siria que aún reiteran llorando el nombre de sus padres y hermanos. La guerra: este afán sinsentido que crece y se alimenta del hambre de poseer más territorios, imponer religiones e idearios o simplemente, mostrar supremacía armamentista y estratégica o robustecer hegemonía sobre alguna parte del mundo. Lo anterior, sin olvidar que toda guerra representa un gran negocio y el comercio de armas bélicas no tan sólo abarca un fusil y un casco, sino también tanques, helicópteros, torpedos, granadas, drones, ojivas nucleares. Los seres humanos somos los únicos que podemos destruir de una plumada la vida de cientos y miles, aniquilar sus casas y edificaciones, rajar sin miramientos culturas enteras y seguir con la mirada erguida y orgullosa. Somos tan extraños los seres humanos.
Y aunque a nadie importe, aquí, alguien sin importancia, pide piedad para esos seres y pueblos violentados. Si fuéramos muchos más los que pidamos por ellos, acaso se detenga el ufano sonido de la metralla y se mantenga quieto el cañón y la ojiva.
Aquí, por sobre el paralelo 41 Sur, la mayoría de los habitantes se afanan en las celebraciones de fin de año y esta historia de las guerras es apenas un comentario de algún analista en televisión. Tampoco es mi afán el sacarlos de donde están o permanecen.
Cada individuo decide con qué poblar sus pensamientos y tiempos vivos o muertos. Puede resultar saludable permanecer de espaldas a una realidad que aparentemente no nos toca ni incumbe. Después de todo, parece que el ser humano bajó de los árboles sólo para armar boleadoras y dar filo a las piedras.