Cuando me alzaba apenas un metro sobre el suelo o mejor aún, cuando me sobraban dedos de las dos manos para contar mis años, cayó nieve en mi patria campesina. Era invierno, julio, según creo vacaciones de invierno; cuando mi hermanito y yo conseguimos permiso para ir de visita a casa de nuestro abuelito Lindor Segundo. Nos despertó temprano la siguiente mañana. Nos hizo mirar por la ventana y constatamos que el paisaje era maravillosamente blanco. Había nevado.
Desayunamos a la carrera y nos calzamos las botas y medias de lana. Salimos tras él y nos dijo que haríamos el país de la nieve. Construimos caminos, castillos, animales, y nos armó dos hombres a la entrada del pueblo, que serían los guardias. A cada mono de nieve, le pusimos bufandas, pantalones y mantas viejas. Es uno de los días más felices de mi vida.
Nunca le pudimos decir abuelo a secas; seguramente por el inmenso amor y respeto que nos supuso siempre. Era un campesino alto, de ojos verdes y pelo semi rizado. Silencioso, pero atento a todo. Usaba la palabra como si fuera un sabio. Cuando le veíamos avanzar por el camino ripiado, corríamos para tocar su manta, sus manos y mirar sus ojos. Nos nombraba a cada uno y tocaba nuestras cabezas. Hace 60 años, no se estilaban mucho los abrazos ni los besos.
A menudo, iba sacando de sus bolsillos, ajadas y olorosas manzanas de guarda. Aunque nuestro padre siempre guardó manzanas para la época invernal, a la usanza de nuestros ancestros, nosotros -niños, a fin de cuentas- dábamos buena cuenta de ellas apenas terminado mayo, según calculo. Cuando Lindor Segundo rastrojaba sus bolsillos y colmaba a sus inquietos nietos de manzanas limonas, la algarabía era grande. Yo imaginaba que este hombre era un mago y que las manzanas crecían dentro suyo. Es que la alegría y el contento tienen siempre algo de magia.
Ya en casa, él pedía ver nuestros cuadernos. Los hojeaba con intención, comentaba los dibujos, la letra, verificaba que atendiéramos los márgenes de la escritura y siempre se quedaba en algún pasaje del cuaderno de historia. Nos contaba la llegada a América de las tres carabelas salidas del Puerto de Palos, de Rodrigo de Triana gritando ¡Tierra!, de los regalos que traía Colon para los indios. Supimos por él, de la entrada de Diego de Almagro a través de la cordillera hasta Copiapó, la fundación de Santiago y las cruentas batallas de Pedro de Valdivia, de la construcción de los fuertes por cuyas rendijas miraban los españoles que no hubiera moros en la costa.
Tantos datos, lugares, tiempos, culturas. Contado como en un largo y entretenido cuento. Sin comentarios ácidos o agrestes, sin odiosidades. Era la vida de los que estuvieron antes y no eran ni mejores ni peores; sólo seres humanos atendiendo la realidad que les tocó. La infancia se fue diluyendo a sorbos rápidos, el hombre encaneció y curvó las espaldas. Un mal día de septiembre, una peritonitis lo arrancó de nuestras vidas para siempre.
Lindor Segundo, el desierto de tu ausencia corroe la entraña. No más nieve, no más manzanas de guarda; sólo memoria intentando frenar el desierto.