Puerilidad diplomática
Sí, es cierto. Hay pocas conversaciones que se hacen entre cercanos que soporten su difusión pública. Lo que se dice al abrigo de un intercambio y lejos de miradas y oídos ajenos suele sonar mal cuando se pone en altavoz.
Es cierto.
Pero si lo que se dice, la informalidad con que se habla, la domesticidad del debate es relativo a un asunto de estado, una cuestión que involucra las relaciones diplomáticas, entonces oírlo causa algo de pudor. Es lo que acaba de ocurrir con la divulgación de esos audios en los que consta una conversación de la Canciller Antonia Urrejola con sus asesores y asesoras. Es tal la liviandad del debate, tan pueriles las observaciones, tan pobre el vocabulario, tan lleno de lugares comunes lo que se dice o se insinúa, tan corriente, tan salpicado de medios garabatos, que el oyente se pregunta, con algo de estupor, si es en eso que consiste el manejo del estado, si era eso lo que ocurre cotidianamente en las altas esferas.
Se sabía que la diplomacia era el arte del disimulo y la hipocresía, se sabía que suele ser un baile de máscaras o, como dice en uno de sus pasajes Shakespeare (aunque lo dice a propósito de otra cosa) que allí la sonrisa de todos, de todas, está llena de cuchillos; pero lo que no se sabía, y por eso sorprende, o se sabía o se sospechaba pero se abrigaba la esperanza de que las cosas fueran distintas, era que las decisiones diplomáticas o de política exterior estuvieran fundadas en deliberaciones, por llamarlas generosamente así, frente a las cuales cualquier conversación de sobremesa resulta profunda y elevada.
Porque ese es el problema que revelan esas conversaciones: la puerilidad de todo, la domesticidad del asunto, la liviandad con que se tratan los asuntos de estado, la impericia con que se refieren. Se dirá que, si nos asomáramos a una conversación sigilosa en cualquier área o ámbito del estado, la situación no sería muy distinta. Es posible. Pero el hecho es que es esta conversación y su insuperable liviandad y amateurismo lo que se ha conocido y llegado a los oídos de todos y es inevitable entonces que sea ella la que deba ser objeto de escrutinio y de crítica.
Y no es correcto esgrimir como excusa que se trataba de una conversación privada, puesto que lo que allí se discutía es de obvio interés público. Una cosa es que sus partícipes crean necesario (y a veces lo es) discutir estas cosas en secreto o con sigilo y que entonces pese sobre ellos un cierto deber de discreción o de reserva ; otra cosa es que la ciudadanía no tenga derecho, una vez que por los motivos que sea se divulga, a conocer lo que allí se dijo sobre todo si lo que se dijo, o la forma en que la conversación se desenvolvió, permite a la ciudadanía asomarse al quehacer de los funcionarios y evaluar la preparación o ignorancia, la sobriedad o la inmoderación, la profundidad o la superficialidad, la corrección o la incorrección, que alcanzan los análisis de quienes tienen a su cargo los asuntos del estado.
No cabe duda de que en este caso se revelan problemas en ambos aspectos. Tanto por revelarse la conversación (lo que muestra una increíble infidelidad), como por revelarse las aptitudes de quienes participan de ella (que deja de manifiesto una superficialidad pueril). Después de la divulgación de esta cinta hay otro motivo, que todos los días nos lo recuerdan los tiempos que corren, para que los funcionarios gubernamentales defiendan lo que Tácito llamó los arcana imperii o los secretos de estado: ocultar la propia liviandad.