El año 2013, un grupo de trece expertos chilenos y españoles publicamos el libro "Juventud, cultura y educación: perspectivas comparadas en España y Chile", conteniendo los resultados de un ambicioso proyecto de investigación prospectiva sobre juventud en ambos continentes.
Para el caso chileno, ya en aquellos años uno de los elementos que más nos interesó explicar fue el relativo al tema de la violencia; dimensión que hoy nos preocupa de sobremanera y que exige, particularmente del mundo académico, diagnósticos precisos sobre sus causas, contornos y soluciones.
El tema de la violencia normalmente lo abordamos como si él fuese una mera perturbación del orden social que debe ser enfrentada a través de mecanismos de control. Lamentablemente, esta concepción del trastorno social tiende a dividir a la sociedad entre sanos y enfermos, entre buenos y malos.
Sin embargo, éste y otros estudios nos muestran que el discurso de los jóvenes se ha orientado más bien hacia una idea de la violencia entendida ésta como una forma de "relación social". En este marco, la violencia es la expresión de conflictos, pero también de intereses que son antagónicos en el plano sicosocial, político o cultural. Por ello la violencia es el resultado de la incapacidad de enfrentar situaciones de diferencia a través de mecanismos legítimos (la palabra, los ritos, las mediaciones simbólicas, etc.) y a través de instituciones de mediación que ayuden a articular dicha diferencia.
La violencia no es un atributo de lo juvenil. Ella aparece más bien cuando hay incapacidad para desarrollar "instrumentos de resolución de conflictos o satisfacción de las gratificaciones personales" que es, precisamente, la responsabilidad del sistema institucional. De esto se desprende un desafío mayor para nuestro país: a saber, mejorar los factores de cohesión social que se fundan en la idea de "convivencia", recuperando la confianza en las instituciones. En este marco debiésemos implementar nuevas acciones que nos ayuden a que en la escuela, el barrio y la familia aprendamos a abordar adecuadamente nuestras diferencias. Los jóvenes viven su día a día en espacios bien precisos y, por lo tanto, sus conductas no son diferentes a las redes que dan sentido a sus prácticas. Fortalecer esas redes debiese permitir un diálogo más estrecho entre identidad y alteridad.
Marcel Thezá Manríquez, investigador