La historia del fotógrafo fantasma que escapó a Chiloé
En "El brujo", la nueva novela de Álvaro Bisama, un fotógrafo quebrado decide abandonar su trabajo y largarse a Chiloé, pero el pasado seguirá resonando. El libro es también un viaje desde la claridad a lo más viscoso y pesadillesco.
Álvaro bisama cuenta que "El Brujo" nace de una historia falsa que le contó un amigo.
Álvaro Bisama Editorial Alfaguara 228 páginas
$12.000
"El brujo"
Parte así: "A veces me preguntan por mi padre y lo que hizo. En respuesta, yo cuento esto para explicar qué pasó con él". El hijo recuerda que su padre trabajó como fotógrafo callejero para una agencia inglesa durante los años de protestas masivas en contra de la dictadura. Lo hizo por necesidad, no por vocación o compromiso político. Se templó en la calle: le pegaron, lo detuvieron, le rompieron varias cámaras. Abandonó su sueño de ser artista. Se hizo conocido entre los reporteros gráficos. Se acostumbró a la línea de fuego, a la violencia, a la adrenalina. Cambió".
"Sus fotos eran eficaces, captaban la violencia, la congelaban sin estilizarla, huyendo de toda poesía, de toda consigna. Sus fotos eran claras, eran nítidas, no tenían dobles lecturas. La mirada de mi padre era directa, no había tiempo para ninguna profundidad", dice el hijo en "El brujo" (Alfaguara), la última novela de Álvaro Bisama (Valparaíso, 1975).
Pero en algún momento el padre se rompe. Después de ser torturado, de ser enviado por la agencia a retratar los lugares donde los militares habían hecho desaparecer cuerpos, terminó de colapsar. Hastiado y paranoico, decidió irse en 1988 a Chiloé y cambiar de vida, a escapar de "sí mismo y de la violencia". Pero, en medio del bosque y la lluvia constante, la violencia lo alcanza nuevamente. Ahí, el hijo le cede la voz al padre. El ambiente se vuelve viscoso, deforme. El tono de la novela se vuelve difuso, entre lo policial y el terror, como el relato de una pesadilla.
La segunda parte funciona como una especie de lado B o pista oculta. "Cuando me preguntaban qué había pasado con mi padre, lo que no contaba era esto", dice el hijo.
El brujo llega a librerías diez años después de la primera novela de Bisama, "Caja negra" (2006). En esa década, todo ha sido rápido y movedizo. Ante todo, prolífico: cuatro novelas, tres volúmenes de cuentos y dos de ensayos. También, innumerables críticas televisivas en La Tercera. Un cuerpo literario que se mueve como una colección de preguntas.
"No hay cálculo. Puede haber una compilación de pasos en falso. Lo que yo leo es una serie de libros que son fotos de cosas que estaba pensando en el momento en que las estaba escribiendo. Me remiten a eso. Nunca esperé que apareciera "Estrellas muertas" (2010), pero por un lado insistí en escribir "Ruido" (2012), que tuvo versiones que duraron diez años entre la primera y la última. Nunca he calculado. Y me parece que eso me ha permitido escribir ficciones o ensayos que pueden moverse de un lugar a otro, que no estén fijos en un programa más allá de los intereses que tengo. Que tampoco los tengo tan claros", dice Bisama en un café del Parque Bustamante.
-¿Cuál crees que fue el punto de partida de "El brujo"?
-Una noche fui a una comida en la casa de un amigo y él me contó una historia. Me quedé con una imagen: la de un hombre al que le tocaban la puerta dos personas en un bosque. Luego de eso, caché que había algo ahí que quería resolver, quería llegar a esa imagen, preguntarme por eso y apareció la novela casi completa. Todas las piezas calzaron sin que lo buscara demasiado. Luego le conté a mi amigo que estaba escribiendo esto y me dijo que nunca me había contado nada. La novela salió de un recuerdo falso. Se armó desde ahí.
-"Uno tiene que trabajar siempre contra su habilidad", ha repetido Fabián Casas como una máxima. Mucho de eso hay en este libro en comparación a tus novelas anteriores. ¿Por qué quisiste que tu escritura fuese más sencilla, con menos juegos formales?
-Creo en la máxima de Fabián. Siempre he tratado de pensar desde ahí lo que hago. Los libros van cambiando. Ahora, creo que también exigen su forma y me parecía que esta historia no tenía que tener ningún truco narrativo, que tenía que ser muy despojada de estructura. Eran dos relatos como lanzados hacia adelante. Eso no admitía ni la parodia, ni el humor. Tampoco la cultura pop. Tenía que ser una cosa leída desde una zona mucho más a la intemperie, destemplada, más desangelada. Sobre todo porque estaba planteando un viaje y ese viaje era uno geográfico de Santiago al sur y también uno temporal desde los ochenta al presente. También, uno referido al lenguaje. Parte en una zona muy nítida y termina volviéndose un lenguaje mucho más pesadillesco. Y en ese contexto, me interesaba ese desplazamiento, que es lo que había motivado la novela.
-¿Ese desplazamiento también tiene que ver con las voces, el paso del hijo al padre?
-Claro, porque en el fondo para llegar a la voz del padre, una destruida, quebrada, hecha pedazos, tenía que pensar también la voz del hijo, que tenía que ser mucho más clara. Pero no podía llegar al quiebre sin lo otro. Tampoco era buscado. Creo que las novelas son un proceso de descubrimiento que tiene que ver con el lenguaje. Para llegar a él tenía que recorrer el mismo camino. Una novela no es sólo algo que uno escribe, es también un lugar al que uno se va a vivir. Cuando estás metido en una novela como esta, que a mí me tuvo absorbido y que trabajé de modo muy continuo durante un tiempo muy tenso, también se transforma en una máquina desde la que lees el mundo.
-Has dicho que al dejar esta zona de confort en la que estabas, al volver a la narración, te fuiste encontrando con cosas que no habías presupuestado, ¿cuáles fueron?
-Darme cuenta que estaba escribiendo una historia sobre el paisaje. Había escrito otros libros y ahí había teorizado sobre la provincia, pero "El brujo" era salir a otra zona, que era una provincia mucho más ficticia. El Chiloé al que había ido era real, uno que no tiene una obsesión documental ni referencial. No tenía clara la trama de la novela. En general nunca la tengo clara, pero en este contexto, como no era una novela fragmentada sino que algo mucho más lineal, la iba descubriendo a medida que la escribía, los giros, las preguntas, los modos. El momento en que el fotógrafo hace un mapa de los lugares baldíos, eso jamás estuvo en el plan de la novela. Sabía que el personaje se iba a quebrar por alguna razón. Pero ahí te das cuenta de que la novela funcionaba para mí porque, en el fondo, cuando estaba escribiendo sobre esos terrenos, estaba pensando en que hace diez años atrás me tocó ver las animitas que habían puesto en los lugares en donde habían dejado el cuerpo despedazado de Hans Pozo en Puente Alto. No estaba sólo pensando en los ochenta, o en la vida del fotógrafo, sino que también en cómo ese mapa se relaciona con un mapa de la ciudad que yo había alguna vez entrevisto.
-¿Tampoco tenías en mente esta foto en que un carabinero amenaza con un revólver a una chica que figura en el suelo en medio de una protesta?
-¡La foto nunca la tuve en la cabeza! Mucha gente me dice que esa foto existió, me hablan de la foto. Y la foto para mí es una colección de fragmentos que nunca vi del todo. Entiendo cómo funciona, soy capaz de narrarla, pero nunca la vi. Vi la foto en la medida que escribía los fragmentos que la componían. Y quizás por eso la coloqué ahí, porque descubría qué significaba, cómo estaba armada en la medida en que la iba escribiendo. No escaleteo ni hago plan previo, entonces también era interesante ese proceso para mí.
-¿Qué es lo que más te interesa de trabajar con imágenes del pasado que de cierta forma siguen vivas en el presente? Pienso en la ciudad, también en ciertas escenas de la represión que continúan.
-Creo que el pasado de la ciudad existe en el presente y que la ciudad es una suerte de palimpsesto constante e interminable sobre el que se apila su propia memoria. Donde hay una farmacia antes había un cine o un templo evangélico. Me pasa cuando voy a Villa Alemana y trato de recordar qué había antes, cómo han cambiado los edificios. Me parece que justamente en esa clausura, en esa tachadura, en ese tiempo presente, en eso que no está, es posible ver las señales de lo que se perdió. Sin nostalgia. Eso sigue habitando ahí. Eso me pasó en la primera parte de la novela, en la segunda ya estaba preocupado de otras cosas. Como te decía, es una buena excusa para pensar la ciudad, darle una vuelta.
-Me gustó la idea que hay en la novela sobre la fotografía, esta ambivalencia del oficio, que puede cambiar un destino, dificultar la superación de heridas del pasado pero, a la vez, documentar y establecer verdades. Develarlas. ¿Qué es para ti la fotografía?
-No lo tengo claro. Mi mujer es fotógrafa, parto por ese dato. No lo sé. Es una pregunta. Una pregunta sobre cómo funciona la luz, una pregunta sobre cómo funcionan los objetos, una pregunta sobre cómo funcionan los cuerpos, una pregunta sobre cómo funciona lo que está ahí. Es el recorte de una ficción o el recorte de un documento. Es algo que no puedo resolver y, como no lo puedo resolver, quizás por eso lo escribo. Me parece que escribir de eso tiene que ver con esa ausencia de certezas y me gusta que la literatura exista en esa ausencia de certezas.
Las fotos de mi padre
Los ochenta, una década de mierda. Mi padre comenzó a trabajar como fotógrafo de prensa en 1984. Congeló la universidad y sus padres, que nunca soportaron que estudiara arte, dejaron de pasarle dinero. Mi mamá estaba teniendo problemas con unos ramos y estaba a punto de que la reprobaran. La universidad estaba intervenida por los militares. Nadie solidarizó con ellos. Los dejaron a la deriva. En su vida todo era horroroso y triste. Todo era una crisis donde ellos se fugaban emborrachándose o fumando hierba o teniendo sexo casual o sacándome a alguna plaza para pretender que la vida era normal, como si pudieran apropiarse de esas pequeñas esquirlas cotidianas como botes salvavidas en un naufragio. A veces ellos se acostaban. Como eran los mejores amigos del mundo, él llegaba a la casa cuando quería y se quedaba dos o tres días. Yo sabía que era algo momentáneo, falso. Podía darme cuenta por sus gestos, por sus rostros, por el modo enardecido en que brillaban sus mejillas cuando se prometían una nueva oportunidad, por la línea quebradiza de sus labios cuando la ilusión se desvanecía al cabo de una semana y se daban cuenta de que lo que sentían el uno por el otro era simplemente una ilusión a la que se aferraban de modo desesperado para escapar de la furia y la violencia de entonces.
Esa furia y esa violencia se convirtieron en el modo de vida de mi padre. En la universidad, él había empezado a sacar fotos. Resultó ser bastante bueno. Ganó un par de premios o menciones en concursos menores, lo que permitió que alguien se acordara de su nombre cuando el grá?co que trabajaba de corresponsal en una agencia de noticias inglesa decidió seguir a su mujer a México. Mi padre fue a la entrevista y aceptó el trabajo porque no tenía otra opción, porque era lo único que había, porque era eso o seguir atrapado en ese limbo donde también estaban atrapados sus amigos y familiares, donde estaba atrapada la madre de su hijo, donde estaba atrapado yo aunque fuese un pendejo y no lo supiera; un limbo donde el hor ror se parecía al tedio, donde las noticias de muertes eran susurradas en las conversaciones, un limbo donde la ciudad estaba llena de policías y militares y todos estaban locos y destrozados por el miedo.
La agencia era pequeña y funcionaba con un par de periodistas. Despachaban noticias para varios periódicos de centroizquierda en Europa. Cuando llegó, a mi padre le pasaron una cámara profesional y le explicaron cómo funcionaba el cuarto de revelado. El sueldo no era bueno pero era su primer sueldo. Aprendió rápido, dejó de parecerse al joven que salía en la credencial. A los dos días ya estaba en una protesta en el centro de Santiago, con un pañuelo tapándose la cara para evitar tragar más gas lacrimógeno, mojado con el agua sucia de los guanacos, enfocando a los manifestantes que lanzaban piedras, esquivaban balazos, eran perseguidos por zorrillos y carros lanzagua, por escuadrones de carabineros con lumas y escudos que no tenían conciencia de nada que no fuese su propia violencia.
Mi padre se convirtió en fotógrafo ahí, mientras se templaba en la calle, en medio de los gases y la mierda, en medio de las cargas de caballería de las motos y los autos blindados, bajo las balas perdidas, atravesando los carteles y las persecuciones y los rostros de los muertos en los a?ches hechos con serigrafías artesanales. Yo conservo su credencial de prensa y la miro a veces; en la foto aparece con una cara casi adolescente, sin barba, con el pelo de quien egresa de la educación media. Pero él ya era otro. Fue entonces, según mi madre, cuando abandonó cualquier sueño de ser artista. Encontró su lugar. Le pegaron. Lo detuvieron. Le rompieron varias cámaras. Le quitaron los rollos y se los velaron. Ahí aprendió los gestos secretos de la batalla: a reconocer a los sapos in?ltrados, a descifrar los guiños de los encapuchados, a leer los silbidos en clave, las señas, los modos en que los pacos se replegaban y juntaban para atacar de nuevo. Ahí se acostumbró a la línea de fuego, mientras se encontraba con otros como él, todos perdidos en la niebla tóxica, registrando el modo en que los cuerpos resistían antes de caer al suelo, lanzándose sobre ellos para quedarse con una fracción de su dolor, porque su deber era atrapar las marcas físicas de la violencia y de ese tiempo feroz que habitaban, chocando en las calles.
Cambió.
Se acostumbró a la adrenalina, a la violencia. Aunque no lo reconociera, se empezó a excitar con el gas. Después de haber escapado de los carabineros, después de haber visto a escolares con heridas en la cabeza tirados en el suelo, después de vivir en el miedo de que lo detuvieran y lo enviaran a un calabozo oscuro o a una sala de tortura, todo comenzó a parecerle normal, cotidiano en su violencia y deformidad. Empezó a detestar los momentos muertos donde simplemente se tomaba una cerveza o miraba televisión o me iba a buscar para ir por la tarde al Cajón del Maipo.
Mi mamá ya había conocido al que sería mi padrastro y estaba feliz. A mí él me caía bien, pero no podía dejar de darme cuenta también de que mi padre se alejaba, se volvía más hosco y callado, era devorado por dentro por algo que yo mismo no podía verbalizar pero que identi?caba como una niebla donde él se hundía en la distancia.
Sus fotos eran eficaces, captaban la violencia, la congelaban sin estilizarla, huyendo de toda poesía, de toda consigna. Sus fotos eran claras, eran nítidas, no tenían dobles lecturas. La mirada de mi padre era directa, no había tiempo para ninguna profundidad. Los guanacos, los encapuchados, los miguelitos, las multitudes avanzando por calles estrechas, los policías armados con palos y escudos, los cuerpos sobre el piso, el humo, las bombas lacrimógenas, el centro de Santiago, todo le permitía componer retratos que no daban pie alguno para la duda, pues su ojo estaba puesto en la forma en que la violencia tejía el presente, volviéndose el único paisaje posible. No había segundas lecturas. Tomadas en el fragor de las batallas cotidianas, se bastaban solas porque eran inevitables y feroces.
Fue por esos años cuando él sacó su foto más famosa. Ustedes la han visto. Nadie menciona su autoría porque ha pasado a integrar cierto lugar de nuestro imaginario. Mi padre nunca habló de ella.
"Nunca he calculado. Y me parece que eso me ha permitido escribir ficciones o ensayos que pueden moverse de un lugar a otro".
Carla McKay
Fragmento del libro "El brujo"
Por Álvaro Bisama
"Había escrito otros libros y ahí había teorizado sobre la provincia, pero 'El brujo" era salir a otra zona, que era una provincia mucho más ficticia".
"Cuando llegó, a mi padre le pasaron una cámara profesional y le explicaron cómo funcionaba el cuarto de revelado".
"El pasado de la ciudad existe en el presente y la ciudad es una suerte de palimpsesto constante sobre el que se apila su propia memoria".