Visita al Choro Nylon
Desde la carretera, la cárcel nueva se mimetizaba con el desierto. Sus muros, construidos en hormigón armado sin pintar, se confundían con el color de la arena, de las piedras, de los cerros pelados; con el color brumoso de la puna. El escarabajo amarillo avanzando en medio de la nada también se camuflaba bajo el sol tenaz del desierto que, pese a ser invierno, parecía rugir a un palmo de sus cabezas.
Era domingo. Eran las tres de la tarde. El calor recalentaba las latas del auto como un horno. La hermana Tegualda manejaba en silencio. Inconscientemente, ella se había vestido también como para confundirse con el paisaje. Además de su moña evangélica, más férrea que nunca, llevaba puesto un vestido de color carmelita, una de sus eternas chalequinas de color humo y zapatones grandes de colegiala. Todo abrochado y cerrado al máximo. Sin embargo, como decía el Tira Gutiérrez, mientras más penitentes los silicios de la hermana, más deseable se hacía a la vista. Él le dijo que para visitar la cárcel era recomendable no ponerse mucho perfume ni demasiado maquillaje, sabiendo que ella no se maquillaba y que apenas se le olía el aroma del jabón; y sabiendo también que su cara limpia y su olor corporal -sus efluvios de hembra joven- eran mucho más arrebatadores (por lo menos para él) que cualquier perfume de marca, caro o barato, incluido el pachulí.
Antes de visitar al reo, el Tira Gutiérrez y la hermana Tegualda habían investigado y logrado saber lo básico de su prontuario: se llamaba Juan Alberto Silva Nolasco, tenía setenta años y se hallaba condenado a cadena perpetua. Había matado a tres hombres: uno por causa pasional, otro por venganza y el tercero "de puro borracho que estaba". Iba a cumplir cincuenta años preso, durante los cuales contaba con cuatro intentos de fuga, siete motines, veintitrés peleas y dos muertos más en reyertas de reos, hechos que habían aumentado su condena y descartado cualquier posibilidad de indulto. Pero desde hacía siete años a la fecha había cambiado completamente su conducta y ya no se metía en problemas. En sus años mozos, había pertenecido a la famosa pandilla de los Robert Taylor.
A ocurrencia del Tira Gutiérrez, le llevaban un paquete de cigarrillos Belmont, que era de los que él fumaba cuando aún no había dejado el vicio. A ocurrencia de ella, dos jugos en caja, cuatro naranjas y un paquete de galletas de soda sin sal, provisiones que hicieron burlarse al Tira Gutiérrez.
-El hombre no está en el hospital, hermana.
El recinto carcelario estaba dividido en once galerías, segregadas según distintos grados de seguridad: máxima, media, baja, terapéutica y menores. El Choro Nylon estaba recluido en el pabellón de máxima seguridad.
Luego de traspasar seis rejas y de ser revisados hasta dejarlos casi desnudos, llegaron al patio de visitas. El Choro Nylon ingresó un rato después acompañado de un gendarme que le indicó quiénes eran sus visitantes. El hombre los saludó con un apretón de mano y, antes de sentarse en una de las largas bancas pegadas al piso, preguntó si eran periodistas. Le dijeron que no. Si eran policías, tampoco. Se los quedó mirando entonces sin entender. Pero no preguntó más. Se sentó, sacó un cigarrillo (fumaba Philip Morris rojo), lo encendió parsimoniosamente y esperó a que ellos le explicaran.
La hermana Tegualda lo miraba asombrada. Nunca había visto a un asesino en persona y le parecía casi irreal. Era un hombre moreno, alto, huesudo, de una barba afeitada, casi azul (seguro que se afeitaba de mañana y tarde). Sus pequeños ojos, de un color verde agua, tenían algo de cuchillo afilado. Daba miedo mirarlo mucho rato. Sin embargo, lo que más llamó la atención de ambos fue que el hombre apareciera bien peinado y lustrado y vestido impecablemente de terno y corbata.
-Somos investigadores privados -dijo el Tira Gutiérrez tras un carraspeo.
El hombre solo levantó el rabo de una ceja.
-Estamos investigando la desaparición de un teniente de Ejército del regimiento Esmeralda, Arturo Calderón Iriarte -recalcó el Tira y se quedó mirando al hombre para ver cómo reaccionaba.
"La muerte tiene olor a pachulí"
Hernán Rivera LEtelier
Editorial Alfaguara 158 páginas
$12.000
Adelanto del libro "La muerte tiene olor a pachulí".
Por Hernán Rivera Letelier
"Se llamaba Juan Alberto Silva Nolasco, tenía setenta años y se hallaba condenado a cadena perpetua".