Fue probablemente el miedo a perder el poder, y su afán de que las cosas continuaran exactamente tal como estaban, lo que llevó a Herodes a ordenar la muerte de todos los niños varones menores de dos años en la ciudad de Belén.
No se conoce con certeza el número exacto: la liturgia griega habla de catorce mil pequeños asesinados; la Iglesia siria enumera sesenta y cuatro mil víctimas; mientras varios autores medievales elevan la cifra hasta llegar a los ciento cuarenta y cuatro mil infantes. No tiene mayor importancia; lo relevante de todo esto no pertenece al dominio de las matemáticas. Pertenece en cambio al espacio de la moral.
Lo sabía bien el escritor vallisoletano Miguel Delibes, autor de una de las mejores novelas en español del siglo XX, titulada justamente Los Santos Inocentes. En ella, narra magistralmente la historia de una familia de campesinos a las órdenes de un terrateniente durante la España franquista. Su vida entera es renuncia, sacrificio y una obediencia que se confunde con la esclavitud. Llevada al cine luego por el director Mario Camus, se convirtió tal vez en la mejor película española de todos los tiempos. Pocas veces se ha retratado de manera tan dura e hiriente las relaciones entre señores y sirvientes. Entre poderosos y excluidos. Entre los que mandan y los que obedecen. Y sin una sola gota de odiosidad ni ideología, como lo hizo Ermanno Olmi en El árbol de los zuecos.
Tanto en el episodio bíblico que narra San Mateo como en la historia que describe la pluma de Delibes la sustancia es la misma: cosificación de los seres humanos y barbarie que va implícita en el anhelo de dominación. Y es que a través de la Historia -ese rodillo gigantesco que avanza arrastrando restos de lo antiguo y aplastando trozos de lo nuevo- parece repetirse una y otra vez el empeño de los poderosos por asegurar lo que creen poseer, sin reparar demasiado en los medios que emplean para conseguirlo.
En la base de todo esto está, claro, esa brutal desigualdad entre los que más tienen y los que apenas sobreviven. Pero ya sabemos (o deberíamos saber) que la promoción humana y el repudio de la injusta desigualdad están en estrecha relación con el anuncio evangélico.
La mala noticia es que Chile sigue siendo el país de la OCDE con mayor brecha de equidad entre ricos y pobres. Y esto no es, por desgracia, alguna broma del día de los inocentes.
Xavier Echiburú