Woody Allen conjuga el amor con el "más allá" en su nueva comedia
Cine. "Magia a la luz de la luna", protagonizada por Colin Firth y Emma Stone, se estrenó en las salas nacionales.
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Para algunos es casi una ceremonia esto de acudir a la cita anual que propone Woody Allen, el prolífico cineasta neoyorkino de 79 años que con "Magia a la luz de la luna", protagonizada por Colin Firth y Emma Stone, se empina ya a su película 45.
"Berlín 1928" se aporta como dato cronológico y la primera toma cae de lleno en un teatro monumental donde, entre dorados y escarlatas, un mago de aspecto chino realiza sus trucos que incluyen un elefante que se esfuma en medio de paneles abatibles, coristas aserruchadas y atravesadas con espadas, y un sarcófago de aires egipcios donde el mago desaparece para asomar luego en otro lugar del escenario.
Sabremos luego que el llamado mago Wei Ling Soo es sólo Stanley Crawford, un inglés que se disfraza para dar vida a un afamado personaje que recorre con éxito Europa gracias a su exotismo falso y que también dedica parte de su tiempo como Harry Houdini a revelar fraudes de espiritistas y videntes que esquilman a los incautos de siempre.
Bajo la radiante fotografía de Darius Khondji, Allen vuelve a preguntarse por la probabilidad de un permisible "más allá" que trascienda lo racional y material de este mundo y vuelve a responderse con la justa necesidad de tener ilusiones, valga decir mentiras o negaciones, sólo para poder seguir tirando de nuestra vida.
Quien encarna este proceso es Crawford, este cínico y soberbio cincuentón que cita a Hobbes y Nietzsche, y que parece cada vez más encandilado por la vivaracha y guapa Sophie, a quien no le pilla el fraude pero sí resbala por su encanto. Nuevamente Allen sitúa su ficción en sus queridos e idealizados años Veinte, el tiempo feliz y vertiginoso entre las dos guerras mundiales, cuando todavía hacía sentido preguntarse por lo bello y amenazador del universo.
Colin Firth define muy bien a su personaje de arrogante sabelotodo, hijo de la lógica más implacable y que rechaza la existencia de Dios con demasiado, casi sospechoso, ardor. Este Crawford aún no es el neurótico existencialista, tan usual en el universo de Woody Allen, es sólo un "pesimista aburrido" como el mismo se define, al que le sale al camino el truco más antiguo del mundo enfundado en la piel de una pelirroja de inmensos ojos gatunos.
La hora y media del filme pasa rápida entre locaciones deliciosas y el cuidado vestuario de unos personajes que tratan de explicarse mediante largos diálogos que sólo buscan afianzarse en un plano metafísico donde el amor florezca y quizás, eso es lo de menos, vivos y muertos pueden comunicarse para decirse lo que dejaron sin decir.